Cuento

(Dios no cierra una puerta sin abrir otra)

Miércoles, 18 de diciembre de 1297. Falta una semana para el día de Navidad. María
García y Tomás Llorente han pasado la noche en la posada de Villa Castín. Vienen
caminando por la Cañada Real que arranca de León y, según sus cuentas, sólo les
queda una jornada para llegar a la nueva puebla que se está formando en la falda de la
sierra que se adivina al sur. Su caminar es lento, María está visiblemente embarazada,
abocada a dar a luz; tan evidente es su estado, que la posadera le han sugerido que se
quede allí unos días, hasta que se produzca el alumbramiento, pero es imposible, deben
retomar cuanto antes el camino.
Hasta las montañas del norte de Palencia llegó la noticia de que en ese gran valle,
formado en depresión de un río que baja por la umbría de la última sierra de Castilla en
la meseta, el Concejo Segovia cede tierra y exime de impuestos a quienes las ocupen
antes de Navidad, y faltan sólo siete días.


Abandonan la Cañada cuando ésta se desvía hacia el poniente y siguen recto hasta
divisar un frondoso bosque, plagado de robles y espinos. Tras superar un último
repecho, encuentran un incipiente poblado. Miembros de lo que parece una familia
colocan piedras de río en la linde de una parcela. Ellos les dicen dónde pueden
encontrar a los cuadrilleros, Domingo Blasco, Domingo Mínguez e Isidro Esteban. Sobre
los tres descansa la autoridad conferida por la Ciudad de Segovia para el reparto de
tierras a los nuevos pobladores. Pronto encuentran la casa de Blasco, que les da cobijo
temporal y, a la mañana siguiente, acompaña a Tomás hasta las tierras disponibles,
donde le asigna cuatro obradas, que quedan marcadas con estacas de tallos de los
espinos desbrozados, también le señala el solar sobre el que podrá levantar su morada familiar, en el altozano que corona el conjunto de nuevas casas. Esa misma tarde, con la ayuda de un pico y una azada prestadas por Domingo, Tomás comienza a abrir los cimientos.
El lunes, día 23, en la casa de Blasco y ayudada por varias mujeres, María da a luz una
niña morena y sana; se siente tan agradecida a la hospitalidad de Domingo que
concuerda con su marido ponerle el nombre de Dominga y proponen al cuadrillero que
sea el padrino, el mismo día de Navidad.
Dominga Llorente, a la que pronto todos llaman Menga, crece feliz, a la par que ese
nuevo pueblo que cambia su fisonomía en pocos años, Para construir las nuevas
viviendas, aprovechan la madera del pinar y las piedras sueltas de granito; para
calentarse, la leña de copioso robledal. Sin el pinar y el robledal, no hubiera existido el
nuevo pueblo. Las matas de espinos son poco a poco clareadas a golpes de azada; los
animales de labor y los rebaños de ovejas aumentan por semanas, y las vegas más
resguardadas se siembran de cereal, legumbres y uva.
Parece como si en este valle surgiera de manera espontánea un nuevo sentimiento de
vivir. Muchos de los nuevos pobladores ejercen por vez primera la dignidad de ser
dueños de su propio destino, palpan la sana aspiración de tener casa y tierra propias.
Aunque los nuevos colonos gozan del privilegio de no pagar durante veinte años el
impuesto de fonsado y fonsadera (obligación de acudir a las campañas de guerra y
tributo para financiarlas), una de las primeras empresas comunes que afrontan es
proveer al valle de seguridad. Antes, los pocos que allí moraban vivían angustiados
porque la proximidad de los montes servía de refugio para las celada de delincuentes.
Los tres cuadrilleros se encargan de establecer turnos de vigilancia entre los lugareños.
Acaban así los hurtos de ganado y las incursiones nocturnas de malhechores en la
aldea. Libertad, seguridad y derecho a la propiedad de la tierra son, para aquellas
familias de nuevo cuño, los principales valores que alumbran su esperanzado futuro.

Los repobladores están también exentos del impuesto de facendera, para la
conservación de caminos e infraestructuras comunes. Pagan, eso sí, un diezmo del
provecho de su trabajo a la iglesia, y ayudan a la construcción de una pequeña ermita,
en cuyo interior colocan una pequeña talla de madera que representa a un mártir
francés, San Eutropio, venerado en la ciudad francesa de Saintes. La imagen ha sido
traída desde aquellas tierras. Ya existen varias ermitas en la zona: Nuestra Señora de la
Losa, Santo Domingo y Santa María de Prados, pero los nuevos vecinos desean tener
su propio templo. Un vicario nombrado por el obispo de Segovia se encargará del cobro
de los diezmos, además de administrar el culto y controlar la construcción del templo. El
progreso del pueblo y el montante de los diezmos es tal que a los pocos años, en 1313,
el obispo de Segovia ordena que una tercera parte de las rentas de la nueva iglesia
pasen a la catedral de la ciudad.
Menga vivé en su infancia el nacimiento de un hermano, Isidro, aprende de su madre los
secretos de la casa y de la vida, y comparte los esfuerzos baldíos de su padre por
sacarle provecho a las cosechas que siembra en la tierra que le asignaron al llegar, seis
meses más tarde de comenzar el reparto, cuando las mejores vegas ya había sido
entregadas. Al comprobar, cada año, que es muy poco lo que consigue recoger de sus
cuatro obradas, pues el hielo suele abortar las cosechas, Tomás decide trabajar con el
hacha la leña de los montes, y deja su tierra como prado para sus animales de carga y
como almacén de la leña que baja del monte. Completa sus recursos con un pequeño
huerto y con la matanza anual de un par de cerdos. Una docena de gallinas campa por
los montones de leña, poniendo huevos en rincones que Menga conoce.
Tomás vino sintiéndose agricultor y se transforma en gabarrero, un leñador experto en
cortar ramas de los pinos y cargarlas en sus caballerías. Se siente feliz: nada le sobra,
pero piensa que tiene lo suficiente para sacar adelante a su familia, no ambiciona mucho más, tan sólo ver bien casados a sus hijos y, cuando le llegue su hora, tener un buen morir.
Al valle no cesan de llegar personas con la intención de quedarse, a pesar de que los
principales beneficios de la Carta Puebla acabaron en 1297; los nuevos colonos sólo
tienen derecho a la cesión por tres años de la tierra que consigan rozar en los campos y
de ocho años para la que rompieren en el monte; transcurridos estos periodos, todos
estos terrenos pasan al común.
En el año 1313, Andrés Martín regresa con otro grupo de soldadesca de la cruzada
contra el reino moro de Granada. Ha pasado varias campañas combatiendo como
soldado de fortuna en el ejército del rey de Castilla, don Fernando. Tras la muerte del
rey, Andrés continúa una campaña más alistado en el ejército del infante don Pedro,
empeñado en conquistar la plaza fronteriza de Rute. La campaña fue muy sangrienta,
tanto que Andrés decidió cobrar sus sueldos y retornar a su tierra, en una lejana aldea al
norte de Burgos. No sabe bien su edad, aunque piensa que tiene más de veinticinco
años; nadie le espera en su aldea, por lo que, tras pasar la sierra que hay entre las dos
mesetas de Castilla, se queda en el primer valle que encuentra. Los cuadrilleros de la
puebla siguen repartiendo tierras de provecho temporal le dan una boscosa, en la falda
del cerro arenoso que hay al poniente. Compra hacha y azada, pero no se apaña bien
para desbrozar ese barranco pedregoso. Lo suyo son las cabalgadas y las armas. A
punto estar de abandonarlo todo y seguir su camino hacia su tierra cuando una noche
conoce a Tomás, que le propone trabajar con él la leña. Todo sucede muy rápido; a las
pocas semanas, Tomás concierta el casamiento de su hija Menga con Andrés. Ella tiene
quince años, ya es una mujer dispuesta para procrear. Vivirán en la misma casa de los
Llorente, pensando que esta convivencia obligada será provisional, pero Andrés no
termina de echar raíces y va relegando la construcción de su propia casa.

Menga acata resignada el designio paterno como algo natural, y atiende, una vez más,
las recomendaciones de su madre sobre cómo ser una buena esposa. Los hijos no
llegan y tampoco la felicidad. Andrés vive contrariado por no conseguir descendencia y
muchas noches culpa de ello a Menga; tampoco se adapta al frío extremo de los
inviernos ni al duro trabajo de la leña; siendo más joven y fuerte que su suegro, suele
anda rezagado en la tarea, le falta maña para manejar el hacha y gasta buena parte de
su esfuerzo en hachazos baldíos. No es lo suyo; incluso, su falta de pericia provoca que
se corte a menudo. Por la noche suele ir a la taberna y allí, ante una frasca de vino,
habla a los otros parroquianos de las contiendas en las que participó, del pendón que
arrebató a los moros en una batalla, de la experiencia de haber visto hasta dónde llegan
las tierras de Castilla, allí donde se juntan los dos grandes mares que hay al sur; suele
hablar también de las fecundas vegas que hay en los márgenes del río Guadalquivir y,
sobre todo, de los encantos lujuriosos de una mora que conoció en Sevilla… Cada
noche, según se le va calentando la boca con el vino, más exagerados son sus relatos,
que los asiduos de la taberna conocen de anteriores sesiones.
Una noche de 1325, llega al pueblo una avanzada de la Corte con el objeto de reclutar
soldados para el ejército real que combate contra el sultán nazarí de Granada. En la
taberna encuentran a Andrés y, enseguida, éste se compromete a servir como soldado
del nuevo rey, don Alfonso XI, que con quince años ha asumido el trono de Castilla.
Menga está confusa; más que dolor por quedar sola, siente una liberación. Cuando se
despide de él, piensa, sin pena, que no volverá a verle más.
Con la marcha de su marido, a Menga la casa se le hace estrecha. Tras la inesperada
muerte de su padre, que no se recupera de unas fiebres, tras una de las muchas
caladuras que tuvo que soportar en el monte, decide acompañar a su hermano los días
que sube al bosque a por leña, se encarga de organizar bien la merienda y también le
ayuda cortando el ramerío fino, con un podón de una sola pieza, que ella procura tener

siempre bien afilado; también se ocupa muchas tardes en recachar leños en el corral,
con el hacha, y en hacinar bien los montones de la leña cortada. No tiene la fuerza que
un hombre, pero sí habilidad; y así, llega un momento en el que ella, por sí sola, genera
más provecho en este trabajo que lo que en su día desarrollaba su marido. Ese trabajo
mantiene a Menga ágil, delgada y fuerte.


Temerosa de Dios, acude a misa cada domingo, pero evita el trance de la comunión, por
eso de tener que confesar sus pecados, sólo lo hace por la Pascua de Resurrección. El
nuevo párroco la aborda un día en la calle, se interesa por su situación y la sugiere que
le cuente en confesión sus pecados. La escena se repite y Menga le da largas, algo le
dice que la propuesta del cura no es sana. Su mirada no es franca y sus palabras son
rebuscadas. Cuando su padre le presentó a Andrés para que éste fuera su marido, sintió
la misma desazón de desconfianza que ahora.
En puertas de la Pascua, Menga acude a la iglesia para confesarse, el control que lleva
la iglesia sobre este cumplimiento es riguroso. El vicario, desde lo alto del presbiterio,
observa cómo ella demora el trance, hasta que por fin la tiene en su terreno, arrodillada
junto al cancel de hierro.
-Perdóneme, padre, porque he pecado.
-¿Desde cuándo no te confiesas, hija mía?
-Desde el año pasado, por Pascua.
-¿Recuerdas los mandamientos de la Ley de Dios?
-Claro, padre, soy buena cristiana, temerosa de Dios Nuestro Señor.
-¿Y los de la Santa Madre Iglesia?
-También, padre. Mi familia siempre ha cumplido con la iglesia, padre: asisto cada
domingo a misa, confieso y comulgo por la Pascua, ayuno en la Cuaresma y siempre
hemos pagados el diezmo a la iglesia.

-Muy bien, hija, sigue con los de los doce pecados mortales.
-¿Doce? Siempre había escuchado al anterior vicario que eran siete, pero ya tomé nota
en el sermón del domingo que eran doce, aunque no los recuerdo con detalle.
-Te ayudaré. ¿Gozas en exceso de la comida?
-No. Repongo las fuerzas que gasto y aprovecho los recursos que aprendí: conejos que
cazo a lazo, huevos de mis gallinas y verduras de la huerta.
-Eres perezosa.
-Me levanto con el alba, regreso muchos días del monte al atardecer; tengo tiempo aún
para ayudar a mi madre en casa.
-¿Has robado con fuerza o engaño?
-Nunca. Me defiendo, eso sí, a la hora de negociar la venta o el truque de la leña, y más
que engañar a otros, procuro que no me engañen a mí.
-¿Mientes o has cometido perjurio?
-Nunca he tenido necesidad; en casa mi padre decía: “La mentira tiene las patas muy
cortas”.
-¿Eres descreída de Dios Nuestro Señor o le has maldecido?
-Amo a Dios, aunque a veces en el monte a los gabarreros se nos escapan los
juramentos por la boca, pero no es por ofender a nuestro Señor, es como un desahogo;
en el monte no hay nadie que te oiga ni se pueda sentir ofendido o te pueda denunciar,
es tierra libre. Yo, como soy mujer, me da mucho pudor y suelto mis gritos casi
ahogados, Nadie los oye, sólo Canelo, mi perro, que salta divertido cuando me oye
alguna exclamación.
-¿Has cometido algún sacrilegio personal contra el Clero o contra los sagrados objetos
de la Santa Madre Iglesia?
-Nunca, padre.

-¿Te has rebelado contra las sentencias del obispo, arcipreste, rector o vivario?
-Nunca.
-¿Has prestado dinero con usura?
-Casi no hemos sabido lo que es el dinero, en casa nos apañamos cambiando la leña
por otras cosas; el poco dinero que reunimos es para pagar el diezmo a la Iglesia y poco
más. No puedo prestar lo que no tengo.
-¿Has actuado alguna vez guiada por el pecado de la soberbia?
-¿Soberbia? Soy mujer, padre; me ha tocado de niña obedecer a mi padre, luego a mi
marido y ahora a mi hermano, aunque es menor que yo, pero es hombre; mi madre me
enseñó que nuestra condición es obedecer.
-¿Envidias a alguien o algún bien?
-Envidio a los hombres, porque tienen libertad para moverse y decidir en la casa;
también envidio a las mujeres que tienen un buen marido, como fue mi padre, pero
sobre todas las cosas envidio a las mujeres que Dios ha dado hijos, y que luego crecen
sanos. Sólo Nuestro Señor sabe por mis rezos lo mucho que ansío ser madre.
-No es eso, hija, el pecado es si ambicionas para ti lo que es de otros y, sobre todo, si te
alegras de sus males y te amargan sus bienes.
-No, sólo lamento mis desgracias: sin padre, sin marido, sin hijos…
-¿Has matado, herido, quemado o estragado a cristiano alguno?
-No. No sería capaz de matar ni hacer daño a nadie, pero debo confesar que hay días
en los que deseo que mi marido haya muerto en la Cruzada y se confirme esa
condición; esto es un no vivir, padre, no sé si le mataron los moros, si está herido o
perdido en otro lugar o si me ha abandonado; y no fue buen marido, no; de no haber
vivido bajo el mismo techo de mis padres, creo que hubiera descargado en mí su mal
genio; porque parecía muy divertido en la taberna, cuando bebía y hablaba de sus aventuras, pero cuando llegaba borracho a casa me insultaba y amenazaba con las
peores palabras, y siempre me culpaba de que no le daba hijos, que luego nos
protegieran en la vejez.
-¿Y era tu culpa?
-No, padre, yo me entregué por completo a mi esposo y seguí todos los consejos que
me había dado mi madre; nunca le rechacé en sus deseos carnales y cumplí con mi
deber de esposa; ni siquiera en los últimos años, cuando se metía borracho en la cama
y pretendía cosas contra natura.

.
-¿Dime cómo lo hacíais?
-Me da vergüenza, padre; el clérigo anterior no me hacía estas preguntas tan
embarazosas; y aquellos actos, si fueron pecado, ya los confesé en su día.
-¿Te da vergüenza? Puede que estemos ante el pecado más grave: la lujuria. Y te
recuerdo que no te estás confesando ante un clérigo, sino ante Dios Nuestro Señor, y es
necesario que expulses bien tus culpas si quieres ser perdonada; muchas mujeres
impuras lleváis encima el pecado de la lujuria y es preciso conocerlo y reprimirlo, el
propio diablo habita en muchas de vosotras.
-Perdóneme, padre, yo sólo quería cumplir con el derecho de mi marido y mi deseo de
ser madre.
-¿Cuántas veces lo hacíais y cómo? Intenta recordar todos los detalles, es muy
importante, hija mía.
-Al principio, todas las noches, incluso varias veces; para que no se escucharan mis
gritos, me metía un pañuelo en la boca.
-¿Gozabas tú también cuando el te tomaba?
-Sin pretenderlo, se me fueron despertando sensaciones de las que mi madre nunca me
habló, seguramente porque no las conocía, un gozo que al principio reprimía, pero llegó un momento en que no las pude frenar y entonces el placer comenzó a inundarme, era
como un torrente de agua que no dejaba de brotar y renovarse durante el tiempo que mi
esposo buscaba mi concepción. Yo no lo buscaba.
-¿Eso se lo contabas a él o a alguien?
-¡Por Dios!, a nadie, ni siquiera a mi madre y tampoco a mi marido, ¡qué vergüenza!, es
la primera vez que lo cuento, y lo hago porque es en confesión, para que Dios me
perdone, si es que es pecado, aunque no lo creo.
-¿Apagabas siempre el fuego que encendía tu marido?
-Al principio, todo concluía cuando mi esposo daba por terminado el acto; más adelante,
cuando fue recortando el tiempo de nuestras uniones, aprendí, sin buscarlo y sin saber
cómo, a saciar sola la sed que en mi dejaba. ¡Padre, no sabe qué difícil se me hace
explicarle todo esto!
-¿Cómo apagabas esa sed?, y habla más alto, hija mía, que casi no te oigo y dame más
detalles, recuerda que estás ante el sagrado sacramento de la confesión y que debes
expiar tu culpa para que Dios Nuestro Señor te otorgue su perdón, ¿cómo has dicho que
lo hacías?, ¿lo sigues haciendo ahora que tu esposo ya no está?, ¿qué es lo que pasa
por tu mente en esos momentos de pecado?
Menga comienza a desconfiar de las preguntas del confesor, cargadas de deseo, con
una voz que cada vez es más grave y una respiración sonora. Traga saliva y busca
palabras: “Mire, padre, ya le he contado todos mis pecados, no tengo más. Me siento
mal. Deme la absolución si la merezco y ponga la penitencia que debo cumplir. Me
siento mal. Me voy a mi casa”.
Al ver que Menga procede a incorporarse, el clérigo pronuncia aceleradamente el
latiguillo de absolución y le dice que debe mantener ayuno durante dos días, hasta la
mañana del domingo.

Sale de la iglesia aturdida, confusa; antaño, después de cada confesión con el anterior
vicario, sentía alivio al descargar sus faltas y solía regresar radiante a su casa; esta vez
ha sido muy distinto, intuye que detrás de las preguntas del clérigo hay intenciones
malsanas. Sabe que es el vicario, la mayor autoridad del la Iglesia en el pueblo. Tiene
mucho poder, más aún que el Concejo y sus justicias, y puede hacerle la vida todavía
más amarga de lo que ya es.
A la mañana siguiente, procura colocarse en la iglesia en el lugar más discreto; escucha
el sermón con sentimiento de culpa, piensa que los reproches amenazantes que
pronuncia el clérigo sobre fuego eterno, como castigo a los que mueren en pecado
mortal, van dirigidos expresamente a ella y a sus pecados. Cuando llega el momento de
la comunión, se pone en la fila de las mujeres y luego se clava de hinojos, levanta la
cabeza, con la boca abierta y los ojos totalmente cerrados; siente que el vicario está
delante de ella y cómo tarda en colocar el cuerpo consagrado del Señor en su boca,
pero se resiste a abrir los ojos, no quiere encontrarse con la mirada del vicario en ese
momento; tras unos instantes, que a ella se le hacen muy largos, nota cómo le mete el
trozo de pan sacramentado dentro de su boca más dentro que otras veces y ella aprieta
los dientes, en un impulso protector. Sigue con los ojos cerrados, se levanta, gira media
vuelta y abre levemente ojos, lo justo hasta que encuentra los pies de la mujer que la
precede, y que también regresa a su lugar, tras el sacramento; aviva el paso todo lo que
el ritmo de la otra mujer le permite, va tan asustada que siente clavados en su espalda
los ojos del vicario. No traga el trozo de pan que lleva en la boca hasta que, tras llegar a
su sitio, se refugia arrodillada y encogida.
Los días siguientes, encuentra alivio en el monte; al regresar del monte al pueblo, el
martes por la tarde, nota que el corazón le da un vuelco al encontrarse con el vicario en
una de las calles; Menga agacha la cabeza y le saluda con educación, sin pararse a besar su mano. No ha sido un encuentro casual, como no lo será otro más, en las que Canelo siempre ladra al vicario.
Una tarde, tras descargar la leña de su burro en el corral, entra en casa y se encuentra
al vicario en la cocina, hablando con su madre y su hermano. Procura mantener la
calma, pero el cura ha convencido a su madre y a su hermano de que lo mejor para
Menga es que deje esa casa y el duro trabajo de la leña, y que, hasta que regrese su
marido, se vaya a servir a Dios como ama de la casa parroquial. Isidro apoya con
vehemencia la propuesta del vicario y anima a su hermana para que aproveche la
ocasión: “No podrás vivir mejor que bajo el techo de la Iglesia, no te faltará de nada”.
María también anima a su hija, aunque con menos entusiasmo. Menga se siente
acorralada; entiende que su hermano quiera que ella se vaya de casa, aunque sea
como barragana de un cura, tiene previsto casarse pronto y desea la casa familiar
entera para él. Le duele más la actitud de su madre… Pide permiso a su madre y a su
hermano para poder reflexionar sola, en su habitación. El viario continúa en la cocina,
merendando algo de matanza. Al regresar a la cocina, María e Isidro salen al corral para
dejarla sola con el cura, que apura la merienda y deja que Menga se explique:
-Mire usted, padre, seguro que hay en el pueblo mujeres más jóvenes y hermosas que
yo deseando escuchar esta propuesta, pero yo no estoy dispuesta a cometer el
sacrilegio de vivir en pecado con un cura, no deseo vivir con mala conciencia ni morir en
pecado, y condenarme eternamente -el clérigo la interrumpe, con un tono más amable y
cercano, en su afán de ganarse la confianza de Menga.
-No sea ingenua, de los actos que son o no pecado entiendo yo, que para eso he sido
educado como clérigo por el maestrescuela de la catedral de Segovia y ordenado por el
obispo. Y quiero aclararte antes algo que todo el clero conoce: Jesucristo nunca prohibió
a sus apóstoles que se casaran; San Pedro, el primer papa, era casado; durante más de
mil años, los papas, obispos y todos tipo de clérigos, como hombres que somos, hemos tenido mujer y descendencia; muchos papas han dejado a sus propios hijos como
herencia el papado, y eso no les ha impedido que hayan sido luego beatificados por la
Iglesia, como santos que fueron, y ahora están en los altares; yo mismo he tenido mujer,
que ya murió, y tengo dos hijos, que se han criado y formado con el apoyo del cabildo
catedralicio de Segovia; son jóvenes mantenidos y adoctrinados en espera de un
destino adecuado como clérigos; tienen su futuro bien asegurado. La verdadera razón
por la que la Iglesia ha decidido prohibir el matrimonio de sus miembros no está en las
Sagradas Escrituras, es simplemente para evitar que el patrimonio eclesiástico se
desviara con las herencias hacia las mujeres y los hijos de los clérigos. ¿Entiendes
ahora?
-Entiendo, ¿pero por qué no a otra en vez de a mí?
-Es sencillo: ya no soy un joven, he conocido a otras mujeres y creo saber cuál me
conviene y cuáles no; no cometeré el error de meter en mi casa una joven caprichosa,
que luego me haga hacer el ridículo cuando busque, a mis espaldas, un hombre más
joven; también evitaré a las que sean codiciosas y ambicionen los bienes que
administro, que son muchos y de la Iglesia, y eso podría traerme problemas muy graves
con mis superiores; me he fijado en ti porque eres trabajadora y hacendosa, porque
tienes buen juicio, y también por algo muy importante: eres ardiente como la brasa de
una fragua, pero al mismo tiempo prudente y discreta; sé que tendrás mi casa limpia y
ordenada, que alegrarás mi mesa con buenos guisos y, sobre todo, que sabrás hacerme
muy feliz como hombre, pues sé que despertarás los impulsos masculinos que ya
comienzo a echar en falta; y, cuando estos falten, me bastará con verte y saberte cada
noche dichosa a ti: tu placer será mi placer, y tú tienes mucho placer dentro.
Menga queda confusa, no esperaba esta actitud ni los nuevos argumentos; aún así, su
respuesta sigue siendo no. Más contrariada queda tras la última andanada del clérigo.

-No admito un no, Menga, vendrás a mi casa por tu voluntad o cuando comprendas que
no te quedo otro camino; hubiera preferido que lo hicieras ilusionada o, al menos, de
buen grado, pero tengo tiempo y paciencia para hacerte cambiar tu actitud de recelo por
otra de cariño; te recuerdo que no tienes otra salida: no tienes casa propia; muerto tu
padre, es de tu madre y en ella vive también tu hermano, que va a casarse pronto,
meterá a su mujer en esta casa y siempre estará de su parte; en cuanto a tu trabajo en
el monte, debes darte cuenta de que eso no es para mujeres, demasiada suerte tienes
de que no te haya ocurrido nada grave en un oficio tan viril. Eres la única mujer
gabarrera. Estás sola. No tienes otro camino, tómalo como un premio; en caso contrario,
piensa en que nadie te va a escuchar y que son muchas las desgracias que se te
pueden venir encima. Consúltalo con tu madre y tu hermano, y ven a verme pronto.
Tas la marcha del vicario, María e Isidro regresan a la cocina con la intención de afianzar
los mismos argumentos del vicario. María se siente avergonzada de tener que proponer
a su hija tal desafuero, aunque también valora la carga de seguridad que Menga puede
tener al lado del vicario, y no como ella, que ahora, en su vejez, va a tener que obedecer
a su hijo y a la que será su mujer; y todo eso en la que ha sido su propia casa, la que
levantó con sus manos hace treinta años, con su difunto marido; no sabe, pues, cuál de
las dos tiene peor fortuna, su hija o ella misma. “Éste es un mundo para los hombres,
mala condición es haber nacido mujer”, piensa María, y no se atreve a decirlo en voz
alta, delante de su hijo.
En dos cosas se equivocaba el vicario cuando le dibujó a Menga un panorama sombrío,
si rechazaba su propuesta: el monte no es inhóspito para una persona integrada en él,
ni siquiera para una mujer; la segunda es que Menga no está sola en el pueblo; aunque
nunca le pidió ayuda, siempre ha sentido la mirada protectora de su padrino, aquel
hombre bueno que acogió a sus padres cuando llegaron al pueblo, que les entregó solar
y tierra, que la apadrinó en el bautismo y que hasta inspiró su propio nombre.

Domingo ya es un hombre anciano, es el único que sigue vivo de los tres cuadrilleros.
Han pasado treinta años de aquella explosión colectiva de júbilo que supuso la Carta
Puebla; después, le tocó gestar y luego presidir el Concejo de El Espinar, se encargó de
justificar ante la Comunidad de Segovia que los nuevos pobladores de El Espinar
necesitaban más tierras, y lo consiguió. Sin cargo alguno, y a pesar de su avanzada
edad, su simple persona sigue siendo signo de autoridad. Domingo escucha con
sosiego, interrumpe poco a si ahijada y luego resume la situación con una frase hecha:
“Querida Menga, con la Iglesia hemos topado”.
-¡Por Dios!, me va fallar usted también?
-No, sólo he dicho que el adversario es muy poderoso; por eso debemos se prudentes y
no cometer errores.
-Se me abre el cielo, padrino, estoy en sus manos, dígame que debo hacer.
-Tú nada, salvo contestarme ahora, ¿De verdad te adaptas bien a vivir en el monte?
-Más que en mi propia casa. En el monte me siento libre.
-¿Aceptarías vivir sola en la venta que tiene la Comunidad de Segovia en el cauce del
río Moros, más allá de la nueva mojonera de la puebla, al sitio que llaman el Cornejo?
-Acepto encantada. Conozco bien la casa, alguna vez me he resguardado en ella; ahora
está muy mal desde que murió el último ventero.
-Tendrás que arreglarla a tu costa y pagar una pequeña renta; no te preocupes, intentaré
que sea muy razonable, al Concejo de Segovia le conviene que la venta esté ocupada y
que ese paso de la sierra quede bien atendido para los caminantes y para los rebaños
de ovejas trashumantes. ¿Estás segura de que vas a aguantar? Será muy duro, y
estarás sola.

-Se me abre el cielo, señor, y no se preocupe por mí, sé guardarme bien en el monte;
tampoco estaré sola, me acompañarán Canelo, mi yegua y mi burro; le tengo más miedo
al vicario en el pueblo que a la soledad en el monte.
-No te preocupes por el cura, allí no se atreverá a buscarte; mientras cumplas lo pactado
y atiendas bien la venta, tendrás el respaldo de la Comunidad y el mío propio, mientras
mi osamenta aguante. Cuando tenga concertados los detalles en un documento, te lo
entregaré; espera unos días; mientras tanto, actúa con sigilo, no le digas nada al vicario
y, si te pregunta algo, te haces la boda. Prepara lo que debas llevarte.
Tarda poco en organizar sus asuntos. Cambia varias cargas de leña en el caserío de
Prados por un costal de harina de trigo, bien molido, y por una alforja de cal, de su
horno. Lo deja en el caserío, para recogerlos más adelante, una vez que viva en el
Cornejo, pues el molino y el horno de Prados lo tiene a medio, camino entre el pueblo y
el Cornejo. Con la harina, agua, levadura y sal elaborará su propio pan; con cal y arena
tendrá mortero para reparar la venta. Hace acopio de cecina y de matanza, entre otros
víveres, prepara a sus animales, escoge dos gallinas, junta los enseres que entiende
necesarios y hace un ato con las ropa.
Al día siguiente, Blasco regresa de su viaje a Segovia, llega a casa de los Llorente y del
zurrón saca un pergamino que extiende sobre la mesa; en él están escritas las
condiciones, el precio y las obligaciones del arrendamiento por veinte años de la Venta
del Cornejo, corraliza y descansadero de ganados hasta los cauces del río Moros y el
arroyo Blasco Malo, a favor de Dominga Llorente, también se recuerda el carácter
comunal del uso: “para ella y para nos, para pacer y para podar”, y se citan las fincas
comuneras del sexmo: las Chufardas, el Baldío, las Mesas del Puerto y la Cotera en las
que puede aprovechas leña y pasto. Firman el documento el representante perpetuo del
sexmo de El Espinar, Domingo Blasco, y dos hombres del Concejo de la Ciudad. En la parte inferior del pergamino, resalta el sello lacrado de la Comunidad, con varios arcos del Acueducto.
Domingo lee el texto con detenimiento; luego, le pide a Menga que lo guarde bien, en
lugar seguro, y que cumpla siempre lo acordado.
La nueva ventera rebosa alegría, que contagia a su madre y su hermano; abraza
agradecida a su padrino y les comunica a los tres que mañana mismo, con la primera
luz del día, saldrá hacia el Cornejo. Lo tiene todo preparado, entrega a su madre la ropa
y enseres que no se llevará y a su hermano la leña y los aperos que deja. Más feliz y
segura de su futuro se siente aún al escucharle a su hermano su deseo de
acompañarla, para luego ayudar en la limpieza de la venta, y aprovecha para pedirle
perdón por haberla incitado en su día al amancebamiento con el vicario. Al viaje se
suma también Blasco, que irá con su carreta, tirada por dos mulas. Recuerda también
que el día siguiente es domingo, por lo que propone que no sea de madrugada, sino
más tarde, después asistir a misa, cuando más personas puedan contemplar que Menga
sigue siendo buena cristiana, con fe en Nuestro Señor, que se marcha al Cornejo por su
propia voluntad, que no huye de nadie, y que aunque va a vivir sola, en la venta, cuenta
con el apoyo de su familia, de su padrino y de la Comunidad de Segovia.
Para laudes, Menga ya está levantada. A la hora prima carga sus cosas en el carro del
padrino y luego, cuando la campana de la iglesia anuncia la hora tercia, se pone su
mejor vestido para asistir a misa, acompañada por su madre y la futura mujer de su
hermano. En el espacio de los varones se colocan juntos Domingo e Isidro. El vicario ya
sabe que Menga se va al Cornejo y que Domingo Blasco respalda la iniciativa de los
Llorente. Durante la misa, Menga no se oculta, mira incluso con entereza al cura durante
el sermón; al concluir la celebración, se queda en el templo con el grupo de fieles
preparados para comulgar; se acerca al altar con paso firme y, cuando le llega su turno,
no baja la mirada ni cierra los ojos, mira con autoridad al clérigo, abre la boca, sonríe levemente y enseña levemente los dientes. Ahora el que evita encontrase con la mirada
de Menga es el vicario, le tiembla la mano y deja con cuidado el trozo de pan
sacramentado en su boca, procurando no tocarla.
Cuando Menga sale del templo, Domingo e Isidro ya tienen la carreta preparada, en la
plaza. Isidro se encarga de atar la yegua y el burro a la rabera; luego ayuda a subir a su
madre y al señor Domingo al estante delantero. También se incorpora al viaje uno de los
nietos de Blasco. Menga saluda a su vecinos. Aquello parece casi una caravana.
Llegan al Cornejo con el sol en lo alto. Domingo organiza las tareas. Isidro se encarga
de levantar las paredes de la corraliza, para que no se escapen los animales, las
mujeres sacan los trastos y la basura acumulada en el interior, Rodrigo Blasco repone
las tejas rotas… Terminan antes del que el sol inicie su ocaso y meriendan juntos. De
nuevo se repiten los abrazos. A Menga le queda aún por colocar enseres, dar de comer
a sus animales y asegurarse de que los cerrojos de la corraliza y de la puerta,
engrasados con manteca, están bien echados.
Está cansada y feliz. El día ha sido muy duro, tanto por el trabajo como por las
emociones. Tarda en encontrar acomodo en su jergón de paja y observa por la ventana
cómo la luz de una luna redonda se cuela en la estancia. Se siente feliz y esperanzada;
antes de quedar dormida, reflexiona sobre cómo puede cambiar la vida en poco tiempo.
Mañana, seguirá con las reparaciones y luego recorrerá el contorno de la venta para
conocer y dominar bien su nuevo territorio. No se le va de la cabeza la imagen de su
padrino, y agradece mentalmente el buen juicio y la autoridad conque ha solucionado el
problema: “¡Domingo! Si algún día Dios me da un hijo, se llamará Domingo”.

Se siente esperanzada y feliz. Ya sólo le queda esperar la llegada del Buen Amor.