Primer premio del certamen Escribir sobre el paisaje. Academia de San Quirce. 2017. Narración.
La madrugada del 14 de abril ha sido fresca y el poeta, una vez más, no ha entrado en calor. Tiene 55 años y soporta mal la humedad de ese cuarto umbrío, sin calor y castigado por el viento. La inquietud por el intenso trajín de estos días le empuja a levantarse antes. Tose, enciende un cigarro y observa por la ventana que los primeros rayos de sol, como una lluvia de saetas de oro, se abren paso entre las nubes e iluminan la torre y las agujas de la catedral.
Se asea y, tras superar el espacio abierto del comedor, entra sonriente en la cocina. Doña Luisa, que ya ha preparado café, está contenta de que su ilustre huésped luzca esa inusual sonrisa y cuide más de su atuendo. Don Antonio saluda a su patrona, sorbe el contenido de la taza y le recuerda que hoy espera carta de Madrid. Es martes.
Al salir, se para en el descansillo de la escalera y, a través los cristales, ve cómo la fértil primavera está pintando de colores el patio de la pensión: «Brotaban verdes hojas de las hinchadas yemas del ramaje, y flores amarillas, blancas, rojas alegraban la mancha del paisaje».
La estampa le evoca la fronda del patio familiar, cuando su mentora primera, la abuela Cipriana Álvarez, la mujer de los cuentos, pintora y poeta, le susurraba al oído el secreto de un romance mágico: “Antoñito, pintura y poesía van de la mano”
.Antonio sube por la calle Escuderos y al llegar a la plaza Mayor mira al cielo: las nubes se retiran y el sol brilla más ancho, para gracia de esa luz singular de Segovia, que cambia con las horas y es gozo de poetas y pintores. Se adentra en la calle Infanta Isabel en busca de su amigo Carlos Martín Crespo, el impresor que ya prepara con empeño la edición de su semanario, El Heraldo Segoviano.
—Buenos días, Carlos, ¿es verdad que se marchan los reyes?
—Es cosa de horas, don Antonio. Anoche hablé por teléfono con mi colega Manolo Fontdevila, el director del Heraldo de Madrid, al poco de que sacara una edición especial con un titular definitivo: “En el gran plebiscito de ayer España votó por la República”. La multitud esperaba a la puerta del periódico y desde allí salió hacia Cibeles y Sol. Unión Radio también se está volcando. Al final, vamos a traer la República los periodistas.
—Me parece muy bien. Siempre pensé que seríamos los poetas; lo importante es que llegue, y que llegue así, por sus cabales, con alegría y sin sangre, para asombro del mundo. ¿Tomamos café, Carlos?
—No me muevo de la imprenta hasta que el niño nazca. No cesan de llegarme noticias, sobre todo de la agencia Mencheta.
—Te comprendo. Yo he quedado con Antonio Ballesteros en el café Castilla, antes de ir al instituto. Después vendré a verte.
A través de la calle Juan Bravo, llega al café Castilla, donde los clientes de la barra guardan silencio en torno al aparato de radio. El poeta se acomoda en su mesa habitual, junto al gran ventanal, con vista preferente al ancho Guadarrama, la sierra gris y blanca, en el azul pintada. Más allá de ese paisaje amigo, el poeta adivina Madrid, donde se está fraguando un nuevo régimen, con el que está ilusionado y comprometido. Un fuego aún mayor le atrae con fuerza a esa ciudad.
Mañana es miércoles, y por la noche subirá a ese tren que resuella, silva, humea… Anota una emoción en su libreta: Toda mi vida se ilumina cuando la veo.
Su embeleso se rompe de golpe cuando llega su amigo Ballesteros, acompañado por Pablo Velasco, el presidente de la Casa del Pueblo, que solicita su colaboración con vehemencia: “¡En Eibar ya luce la bandera republicana! ¡Madrid se ha echado a la calle! ¡Los reyes se van! Por favor, don Antonio, venga pronto a la Casa del Pueblo para que todo se desarrolle correctamente, sin algaradas”.
Tras apurar sus respectivos cafés, los tres bajan juntos hasta el Azoguejo. Velasco y Ballesteros atraviesan los arcos y se adentran deprisa en la calle Gascos. Machado sube despacio la cuesta por la linde del Acueducto al instituto General y Técnico.
En la bancada de madera del aula hay pocos estudiantes. El viejo profesor de francés recita a Baudelaire: C’est une femme belle et de riche encolure. Luego, invita a sus alumnos a que continúen. Un joven evoca a Apollinaire: Sur son sein notre République. En el Instituto se palpa que hoy la vida está en la calle. Durante el recreo, los profesores acuerdan adelantar la hora de salida.
Al mediodía, ya luce un hermoso día de sol. Camino de su cita con Velasco en la Casa del Pueblo, el poeta percibe que las primeras hojas de los chopos y las últimas flores de los almendros son preludio de otro milagro de la primavera.
En el 17 de Gascos las noticias se corean con fervor: “¡Han izado labandera tricolor en el Palacio de Correos de Madrid!” Suben comida del bar Mocheta.
Ajenos a la tensión general, los niños juegan en la rampa de enfrente, arrastrando el culo sobre cartones y esteras por la arena del talud. Varias mujeres cosen franjas de telas moradas, amarillas y rojas. Pasadas las siete llega Carlos Martín, exultante: “¡El rey ha huido! Un comité republicano ha entrado en Gobernación”. El impresor, que es también director de la banda La Popular, anuncia que sus músicos ya están preparados. Antes de las ocho, Pablo Velasco le pide a don Antonio que encabece la marcha. El poeta asiente con uno de sus aforismos: «Despacito y buena letra».
En el Azoguejo espera una multitud de almas, otras más se suman al pasar por Cervantes. Al llegar a San Martín, las cigüeñas se asoman al clamor del gentío que sube. «Torres de Segovia, cigüeñas al sol». Una vez en la plaza Mayor, el grupo cabecero entra en el Ayuntamiento y aparece en la balconada con la bandera más grande. Machado y Ballesteros la izan en el mástil, de cuyo cordón ya cuelga, hilvanada con simples alfileres, un trozo de la percalina tricolor que el viernes pasado adornó el último mitin republicano en la ciudad, y que un grupo de entusiastas, formado tres horas antes en torno a la redacción del Heraldo Segoviano, ha rescatado del teatro Juan Bravo y luego expuesto en el balcón, con la colaboración de un concejal electo y del secretario municipal.
Tras un minuto de silencio por los héroes de Jaca, al poeta le parece oír la canción que esos días cantan los niños:
«La primavera ha venido
del brazo de un capitán.
Cantad, niñas a coro:
¡Viva Fermín Galán!»
Abajo, La Popular interpreta La Marsellesa y el Himno de Riego. La gente se abraza con calor, sin freno. Civismo enaltecedor, comentan los oradores arriba. Machado declina intervenir. Conmovido, recuerda que hace unas horas pasó por esa plaza cuando estaba casi desierta y, ahora, se ha convertido en un mar de almas, unidas por una emoción común, que sube y le recarga la esperanza en un mañana efímero:
«Mas otra España nace, la España del cincel y de la maza».
Contempla emocionado el paisaje de la coloreada elipse: el verdinegro de las copas de las acacias, el suave ocre de la catedral, el malva, dorado y carmesí de los emblemas, el azafrán de ese sol tardío que hoy ha salido para todos, el entusiasmo multicolor de la muchedumbre… Versos y Colores. Juntos le evocan la felicidad de los días azules, el sol de la infancia y el secreto que su abuela Cipriana le confió en su regazo: “Antoñito, los colores de un cuadro y los de una poesía son hermanos”.
Dentro, el pintor Lope Tablada Maeso, alcalde electo, dicta su primer bando, cargado de mesura y responsabilidad.
Sin el menor incidente, poco a poco la plaza queda vacía. El poeta toma un último café y consume su enésimo cigarrillo en el bar Juan Bravo, mientras escucha por la radio las informaciones de Madrid sobre los acontecimientos. Cansado y risueño, regresa a la pensión de Desamparados con la noche avanzada; siente que hoy su viaje cotidiano por las entrañas de esa ciudad, que en cada piedra y en cada sorbo le lame el corazón, ha sido denso y profundo.
En la casa todos duermen. Ya en su alcoba, busca sobre la mesa camilla si doña Luisa le ha dejado la carta que espera, pero no está. Tarda en coger el sueño, son demasiadas las emociones vividas, a lo largo del día, que aún tiene desordenadas por los adentros.
A la mañana siguiente, en la cocina, don Antonio le pregunta a su patrona si estuvo en la plaza Mayor. Doña Luisa Torrego contesta que sí, que nadie en sus cabales podría perderse una tarde tan alegre.
—¡Alegre! Lo ha resumido usted muy bien. Profundamente alegre, no recuerdo otro día más alegre en mi vida; un día maravilloso en que la naturaleza y la historia se hubieran fundido para vibrar juntas en el alma de los poetas y en los labios de los niños… Ayer, yo sólo deseaba ser uno más en el disfrute de ese regocijo legítimo, pero bien sé que la alegría es un sentimiento efímero, al que suele seguir el dolor… —comenta pensativo, según desaparece su sonrisa; respira hondo y sigue—: Hoy, volveré a buscar entre versos y colores que van de la mano, y que manan de fuente serena, el camino del río hacia la mar. Sólo soy un poeta que sueña con ordenar y concluir su obra. La tarde cayendo está, querida Luisa.
—Fuente, camino, río, mar, sueño, tarde… colores y versos que van de la mano. ¡Qué intensidad de paisaje! Ya voy reconociendo sus símbolos, don Antonio, pero le falta el fuego. A propósito, acaban de traer la carta que con tanto deseo esperaba ayer. Aquí la tiene.
Nervioso, coge el sobre con anhelo. Regresa apresurado a su habitación y, tras leer la misiva dos veces, nota cómo dentro de su pecho crece ese fuego al que ha aludido con sutileza doña Luisa. Son ya once años juntos, le conoce bien.
Recogido en su celda del viajero, el poeta se acomoda ante la mesa camilla, moja la pluma en el tintero y sobre una cuartilla escribe: “Recibí tu carta, diosa mía, después de tres días de trajín e insomnio por los sucesos políticos. Fuimos cuatro republicanos platónicos los encargados de mantener el orden y ejercer el gobierno interino de la ciudad. He aquí toda la intervención de tu poeta en el nuevo régimen, del cual ha de permanecer tan alejado como del viejo… No te olvides de tu poeta… ¿Sabes? Antonio”.
hermoso relato.
Te mando un fuerte abrazo.