Luz de domingo. Antología de cuentos de la V Feria Internacional del libro Ciudad de Nueva York. 2023. Cuento. Anoche, un melodrama de José Luis Garci, Luz de domingo, me tuvo enganchado a la tele hasta su desenlace, cuando el abuelo de una joven violada en un pequeño pueblo de la España profunda, a principios del siglo XX, hace justicia por su cuenta, a tiros de escopeta, como en una vendetta siciliana, y mata al cacique inductor y a sus tres hijos violadores. Tras el violento desenlace, reconforta el final, con un mensaje de esperanza: la joven pareja ultrajada, con su niño en brazos, llega en barco a una gran ciudad, inconfundible por las altas aristas que rasgan el cielo protector, del que baja una dorada luz de domingo.
Bendita casualidad. A las pocas horas de que concluyera la sesión de cine, tomamos en Barajas un vuelo que nos lleva a esa maravillosa ciudad. Marisa ha organizado el viaje como premio a cuarenta y siete años de matrimonio. A las 10 AM ya esperamos el despegue.
Son ocho horas. Ella siempre busca ventanilla, a mí me basta con mi cuaderno de notas. Sin él no soy nada. Con un boli en mis manos y mi libreta, a veces, me lío a escribir y esbozo un relato completo; otras, simplemente recojo una frase, una idea o una sola palabra que, más adelante, me servirán de arranqué para trenzar una historia, o no. Así de sencilla y complicada es esta inquietud interior que me empuja cada día a contar las cosas que tengo a mi alrededor y en mi cabeza. Estamos rodeados de historias apasionantes y otras las llevamos dentro.Si volviera a nacer, lo dejaría todo por la quimera de ser escritor… y viviría en Nueva York; al menos, el tiempo suficiente para empaparme de la inspiración que provoca su luz. José Martí, García Lorca, Juan Ramón y muchos otros se dejaron atraer por ese fuego, y volvieron transformados literariamente.
Le cuento a Marisa de un tirón parte de mi hoja de ruta: “Quiero que me hagas una foto en la puerta del edificio Dakota, donde Roman Polaski rodó La semilla del diablo y, años después, un fanático nos asesinó a John Lennon; luego, entraremos a Central Park y enseguida estaremos en el Memorial de Strawberry Fields, para cantar en coro himnos inmortales de Beatles, a capela. Bajaremos, sin prisas, por los caminos del parque en busca de la esquina este y llegaremos a la 5ª avenida.En Tiffanys, después de desayunar, te haré una foto con el escaparate principal de fondo, que siempre tiene un collar de diamantes similar al de la película, luego iremos al respiradero de la esquina de Livingston con la 52, donde el aire cálido del metro levantó las faldas a Mrilyn.
A continuación, tomaremos pastel de carne en el Katz”s Café, está cerca, y recordaremos cómo Meg Ryan fingió el orgasmo de cine más inolvidable. ¿Te atreverás a imitarla?—No creo, estás loco, ya sabes que soy muy prudente para esas cosas, sobre todo en un país lejano. Y frena un poco. Lo cuentas todo como si lo conocieras en persona y es la primera vez.
—¡Y lo conozco, Marisa! He estado aquí muchas veces. Llevo más de medio siglo transitando por esas calles, puedo caminar por ellas sin planos ni guías, siguiendo los pasos de los protagonistas de mil películas. El cine es mi vida y mi universidad. Nueva York es mi escenario urbano, vivido y soñado.Al mediodía, aterrizamos en el JFK. Llueve levemente. Al oeste, se adivina Manhattan, envuelta por un halo de oro. Álex nos espera en la salida de la T5. Es el guía venezolano que, durante años, tiene concertado Marisa en Nueva York como receptivo de Tierra de Marisa Lobo, nuestra pequeña agencia de viajes, en El Espinar, Segovia. En la disquera de la furgoneta suena un merengue machacón: «Siempre me escondo cuando viene inmigración / soy un emigrante ilegal en New York».. Me intereso por la canción y me aclara que es King Changó, un venezolano que aquí suena mucho: “Los emigrantes siempre llevamos la patria dentro. Ya lo quito”. Le pregunto si podemos comer antes de llegar al hotel, y nos lleva a un local sencillo, próximo a Chinatown, el Golden Diner (comedor dorado), otro guiño a la luz de la película de anoche. Pedimos hamburguesas enormes y tortitas con fresa. Entre las canciones que suenan de fondo, me atrapa una de Leonard Cohen, que traduzco mentalmente: «Nos sentenciaron a veinte años de aburrimiento / por tratar de cambiar el sistema desde dentro. / Ahora vengo a cobrármelo. / First we take Manhattan».
Repasamos con nuestro guía las rutas urbanas que Álex ya tiene habladas con Marisa: La pequeña Italia, Chinatown, las rincones donde se rodó West Side Story, el Instituto Cervantes, una misa gospel en Harlem… Luego, le pido que pase por la librería MacNally Jackson, en el 52 de Prince Street, del Soho, que tiene una sección especializada en literatura en español, donde el jueves tengo una cita para concretar los detalles de la presentación de mi último libro, “Cayo es mortal”. Álex se interesa y le regalo el ejemplar que llevo en la bolsa de viaje. Dice que le tenga al corriente sobre la fecha y la hora, para acudir con su hermana y los lectores amigos que pueda reunir ese día. “¡Bien! Ya tengo lectores hispanos en América”, le digo, y reímos.
Nos deja en el Pensilvania, cuyo entorno me lleva a otra película española, también de Garci, El Crack: el Madison Square Garden y la Penn Station, enfrente. Descansamos unas horas en la habitación. Al atardecer, subimos paseando por la 7ª hasta Times Square. Sobre el mapa parece que está cerca, pero hay un buen trecho. Cuando llegamos ya ha anochecido. Las luces de neón lo envuelven todo de colores.
Entramos en el mítico Bubba Gump y pedimos cucuruchos de camarones en tempura; durante la cena, evoco escenas y canciones de Forrest Gump y razono mi entusiasmo: “He visto muchas veces esa peli y siempre encuentro en ella detalles que me sorprenden”. Evoco la canción de Dylan que canta Johan Baez: The answer is blowin’ in the wind (La respuesta está soplando en el viento). Y apuesto por su trascendencia: “Son canciones que ayudaron a cambiar un poco el mundo, o al menos a nosotros. Y también los diálogos. Tiene frases que han quedado grabadas en el subconsciente colectivo. Con algunas de ellas me identifico: “Puede que yo no sea muy listo, pero sí sé lo que es el amor”.
—¿Por qué dices eso, Juan?, tú eres muy inteligente.
—No lo creas, en el fondo soy bastante simple e ingenuo, lo mismo que Forrest Gump: “No sé mucho de casi nada, pero sé lo que es el amor”.
—¿Y qué es?
—A lo mejor, el amor es haber sobrevivido con cariño y ruido a cuarenta y siete años de convivencia. Gracias por aguantarme y por este viaje.
—Te lo mereces, nos los merecemos. No ha sido fácil llegar hasta aquí, pero hemos llegado juntos, Juan.
—Déjame que busque las respuestas entre otras frases de Forrest Gump: “Mi madre decía que la vida es como una caja de bombones, nunca sabes lo que te va a tocar”; y también, “tienes que dejar atrás el pasado, antes de seguir adelante”. Seguramente, no he sido un compañero fácil.
—No, no lo has sido. Eres difícil de entender, sobre todo cuando estás atrapado por una idea, entonces sólo tienes espacio para encerrarte con ella y escribir. Al final, no me ha quedado otra salida que adaptarme a tus silencios y a tus arrebatos, cuando explotas tiemblan las paredes. A veces dudo si llegaremos al medio siglo juntos.
—Ya queda poco. De nosotros depende. En cualquier caso, “si llegaras a necesitar algo, no estaré muy lejos”, no soy un bandido que huye. Te quiero.
—Y yo a ti, Juan, ¿y tenemos que venir a Nueva York para decírnoslo?
—No es mal motivo para una declaración, ¿cuántas crisis hemos sufrido y superado? —Qué sé yo, diez, veinte o quizá cuarenta y siete.
—Dicen que hay matrimonios que vienen expresamente a Nueva York para volver a casarse.
—No creo que esto sea necesario, Juan, me conformo con repetir el viaje otra vez, por ejemplo, cuando cumplamos cien años juntos y, entremedias, siempre que queramos y nos queramos.
Tomamos un taxi para regresar al hotel y entramos en el Pensilvania cogidos de la mano; yo me exhibo, como si llevara un tesoro. Los porteros nos miran. Caigo rendido en la cama, pero, a las pocas horas, tengo los ojos como platos. No sé si es por los efectos del jet lage o por la inquietud que me producen tantas emociones y el ansia de conocer a esta ciudad que nunca duerme. Yo tampoco puedo dormir.
Dejo una nota escrita a Marisa en su mesilla y salgo a la calle. Es de noche. Busco un taxi en la puerta del hotel y encuentro un driver colombiano. Le pido que improvise un recorrido especial y me pongo en sus manos. Apuesta por enseñarme la fantasía del Skyline y me lleva a un rincón escondido, bajo el puente de Blooklyn; desde un banco, hago fotos; luego, sube por Long Island y para en varios miradores. Hago más fotos. Aún es de noche cuando llegamos al puente de Queensboro, en la parte de Queens, donde busco y no encuentro el banco desde el que Woody Allen y Diane Keaton ven cómo despierta poco a poco la Gran Manzana, en la escena más recordada de la película Manhattan.
Los primeros rayos de sol comienzan a salir a mi espalda, tiñen de oro la estructura del
puente y la línea del cielo de la ciudad, al otro lado del río. Estoy emocionado y feliz, pero algo me falta, me gustaría que Marisa estuviera a mi lado para que pudiera también disfrutar de ese amanecer y decirle, otra vez, que la quiero, como anoche. Estoy deseando llegar a la habitación y acurrucarme entre los pliegues de su cuerpo.
En el regreso al hotel, le comento al taxista que, con el cambio de hora y tantas emociones amontonadas, no se qué día ni qué hora es. Mira el reloj y va a contestarme, pero le digo que me da igual, porque ese momento mágico que acabo de vivir es el mismo del final de la película que vi hace dos noches, en España.
Este amanecer me dice que hoy es fiesta. Ahora entiendo con más claridad la frase que cierra la película de Garci: “En Nueva York hay luz de domingo todos los días de la semana”.