El Adelantado de Segovia. Crónicas del Sentimiento. Por muy grandes que ahora son las pantallas de las teles en las casas, me encanta ver el cine como Dios manda, en las salas de proyección. Además, ahora he encontrado un buen compañero de butaca, el hijo del taquillero del cine de mi pueblo, que se contagió de esta pasión a través de aquella gran pantalla. Nuestro problema es que son muchas las semanas en las que no encontramos en la cartelera una sola película que nos atraiga. Por mi parte, yo rebusco en mis archivos y vuelvo a ver alguna especial, El cuarto poder, de Brooks y Bogar, por ejemplo; otras veces, zapeo con el mano a distancia de la tele. El hallazgo de anoche fue sublime: El secreto de sus ojos, de Campanella y Darín. Me la mamé entera y me recreé en su frase más popular: “Una pasión es una pasión; un tipo puede cambiar de cara, de casa, de familia, de novia, de religión, ¡de Dios!, pero no puede cambiar de pasión”.

Si repaso lo vivido, más que una sola pasión, he vivido diferentes etapas apasionadas. Con qué ilusión escribía y luego releía mis primeros artículos, hace más de medio siglo, en revistas juveniles universitarias, en un tabloide de la apertura en Madrid, El Indiscreto Semanal, al lado de algunos grandes (Umbral, Rosa Montero, Manuel Vicent…) y luego en El Adelantado, Diario de Castilla, Tierra… Perdí muy pronto mi vocación, pero no he parado de publicar en distintos medios las cosas que deseo contar, pensando en alto y con sentimiento.

Aunque en aquellos años de periodista tenía serias dificultades para cubrir los gastos de mi casa y pronto empecé a sentir que mis sueños se desvanecían, me apunto a recordarlo en positivo; y así, me encanta reencontrarme por las calles de Segovia con los compañeros de entonces: Pablo Martín Cantalejo, Miguelito Velasco, Luis Martín, Eliseo de Pablos, Perico Vicente, Jesús Romano, Ángel Vilches, Fernando Ortiz, Orcajo, Madrigal… Con Santiño hablé varias veces, cuando estaba en la residencia; a Allas le visité en Sevilla, se le escapaba por la boca y los ojos la nostalgia de Segovia; a Pepe Castrillo le invité a conocer Asetra y a comer en el Centro de Transportes; se emocionó mucho, era un niño grande.

Ahora coincido bastante con otro periodista más joven, Carlos Álvaro, cuando baja por la calle Real, en su camino hacia la redacción, recreando mentalmente un próximo artículo sobre cómo cambia el paisanaje de esa arteria humana; más abajo, ambos saludamos a otro periodista de raza, Guillermo Herrero, que ahora es el librero de la Cervantes. Así, con la pasión serena de Carlos, quiero que sea mi reencarnación como periodista, cuando consiga tener en mis manos otra más de las vidas soñadas que les pido a los Reyes Magos.

Fruto de un artículo en El Adelantado, hace treinta años, surgieron Los gabarreros de El Espinar. Nunca había ambicionado antes publicar con lomo, eso me parecía inalcanzable, pero la vocación la llevaba dentro, fruto de mi apasionada condición de lector, empezando por los tebeos que, de niño, me leía mi primo Juanito: “Chache, léeme un cuento”. Los Gabarreros salieron solos, por sí mismos, yo lo único que hice fue poner algunas palabras y buscar fotos para ordenar lo que me brincaba dentro, día y noche. Con cuánta pasión escribí aquella crónica serrana, y casi todos los libros siguientes. Ahora estoy otra vez embarazado de una idea sencilla, un cuento para leer y explicar a los niños: Caloco, la niña gabarrera.

Seguiré escribiendo, no sé hacer otra cosa. Frenaré algo en eso de publicar más libros, pues ya me cansa editarlos, presentarlos, distribuirlos… A partir de ahora, lo que escriba lo soltaré a los cuatro vientos, ahora a través de El Adelantado, mañana en Internet y en la Nube esa, y después donde sea. ¡Vaya usted a saber cómo terminará el formato de esta historia! Contaré cosas sobre mi pueblo y mi ciudad, mis padres, mis hijos, mis nietos, mis gabarreros… no para aleccionar a nadie con mis vivencias, sino para estimular a cada lector; soy consciente de que los buenos lectores llevan los textos que leen a su terreno, porque ellos también tienen su pueblo, ciudad, padres, hijos, nietos y sus propios gabarreros. Esa es la magia de la literatura y su capacidad para aflorar lectores apasionados, que luego recrean sus propias historias, incluso ahora, cuando dicen que ya nadie lee, porque todo el mundo está enganchado a las pantallas de la tele y de los móviles.

Escribir es un camino incierto, si uno se empeña en recorrerlo solo. Echo mucho de menos la compañía aleccionadora de José Antonio Abella, por su bondad y por la exigencia que imponía a esta osadía que algunos tenemos por escribir. Ahora, me refugio bastante en el palomar de mi cómplice Ignacio Sanz, en la Judería, donde cada día me regala una nueva pista para avanzar en el camino: “No lo olvides nunca, Juanito, lo que no da vida, mata”. Luego, me acerco a la cervecería San Miguel. Me tomo una caña con una tapa generosa y charlo con Alejandro, ese hombre bueno y sencillo que, en sus distintos locales, ha saciado mi hambre y mi sed muchas veces, a lo largo de los últimos 35 años. Con cuánta pasión defiende Alejandro su negocio cada día, incluso sin la ayuda de Puri. Una pasión es una pasión.