Comedia estrenada en agosto de 2022, dentro de Certamen de Teatro Corto del Sinodal de Aguilafuente
Juan Ruiz, después de leer y vivir cuanto estuvo en su mano, escribió un libro sin título ni firma, posiblemente para evitarse conflictos con sus superiores eclesiásticos. No contó en él lo que ocurrió dentro de la venta del Cornejo, en el valle del río Moros, durante su viaje literario por la sierra, pero Menga Llorente sí. Estén atentos: —¿Así que busca casamiento, con esas trazas de pastor? Pues no yerra quien es por aquí ha casado, busque y hallará hembra de su agrado —con estas palabras recibí al caminante en el corral de la venta—. Pero antes, dígame cuáles son sus virtudes. El forastero intentó lucirse: Sé bien guardar vacas y cabalgar en caballo; sé matar al lobo y le alcanzo antes que un galgo; sé domar al toro bravo y montar a un potro salvaje; si he que luchar, a nadie le tengo miedo; y al más fuerte, le derribo con maña y coraje; pídame lo que quisiere que yo le daré lo que pidiere. Ante tal fantasía, decidí tomarle más el pelo: Dame anillos de estaño, zarcillos de latón relucientes y botas hasta las rodillas. Y él volvió a morder el anzuelo: Te daré todo eso y mucho más; hagamos pronto la boda, voy por lo que me pides. Rompí en una sonora carcajada, y luego le descaré con gracia: “¿Pero adónde va a ir? ¡Infeliz!, si viene con las manos vacías y se le ve perdido, ¡alma de cántaro! Dejemos ya el fingido bodorrio. Me llamo Menga Llorente” —le dije y reí con ganas; cogido en la trampa, se excusó. —Perdóneme la humorada. Soy Juan Ruiz. Vine a por lana y salí trasquilado. —Perdonado está. Entremos a la venta. ¿Y cómo es que anda tan des-caminado? —Salí hace cuatro días de Hita y hasta ahora todo han sido quebrantos: perdí la mula al salir de Lozoya, tuve que engañar a la serrana que cobra portazgo en el puerto de Malagosto; pasé tres días aciagos en Segovia; quise volver a Hita por el paso de la Fuenfría, pero me extravié y topé con una vaquera asilvestrada, que me arreó un garrotazo en el pestorejo, tras la oreja, tal como se apiola a los conejos, con tanta fuerza y puntería que me hizo dar la costalada… Aún me duele. Luego re- compusimos el trato: me llevó a su cabaña, donde compartimos cena, pagué mi parte con algunas monedas y, tras dormir unas horas, me propuso yacer juntos. —Así que hubo cópula, ¡pillastre! —No la hubo, buena señora, pues al recordar el garrotazo y sentir el retumbar del dolor de mi oído, se me quitaron las ganas. Tengo prisa, le dije, así que se enfadó otra vez conmigo. Recelé o fui cobarde. No sé, el caso es no hubo juntamiento. Y aquí estoy, un lunes 7 de marzo de 1329 de Nuestro Señor, sin acémila que me lleve y buscando cómo regresar a mi tierra. —De modo que decía saber matar al lobo, domar bravo novillo y lu- char con denuedo… ¡parlanchín!, ya veo que con la vaquera no pudo… y que casi le deja desorejao. ¿Y cómo es que ha bajado hasta la venta? —Por el ruido. Escuché golpes de hacha, junto al arroyo, y los ladridos de un perro ¿Es su marido el leñador? —No hay leñador y tampoco marido. Soy yo la que cortaba leña para el fuego, y también la ventera, ¿qué más se le ofrece? —Nada más, me queda cecina y un trozo de pan en el zurrón. —Pase y siéntese a la mesa; me basta con echar otra rebanada de pan y un par de huevos de esas gallinas a estas sopas. Un manjar sabroso y austero. —Es usted más generosa y amable que la vaquera de Otero. —¡Manos que dais, qué esperáis! Cobro lo que es justo cuando es menester; y si el viajero tiene la bolsa menguada, como es su caso, comparto mi humilde comida y un vaso de mi vino. Sírvase de esa jarra, ¡pero solo un vaso! —No soy de mucho vino. Lo beberé a su salud, luego tomaré agua fresca de este río que baja bravo y cantarín. —Acérquese al fuego y quítese la tembladera, que está medio arreci- do. —Con qué alegría arde esta leña —acercándose al fuego—; ¿y dice que la corta usted? —A mucha honra; soy gabarrera, como se conoce por esta parte de la sierra a los que aprovechamos la leña del monte; me manejo bien con el hacha y el podón, y tengo buena maña para cargarla a lomos de mi yegua y de mi borriquilla —al mismo tiempo, puse la sartén al fuego y comencé a cocinar las sopas. Juan se sentó frente a la mesa y se sirvió el vaso de vino acordado, mientras mi perro, tumbado cerca del fuego, nos observaba. Seguí tratándole al caminante con el usted, a fin de no darle mucha confianza. —¿Parece que es la primera vez que transita por esta zona? —En efecto. Afronté este camino para probar la sierra como conoci- miento. —¿Y qué ha aprendido? —A confirmar verdades que antes escribieron otros, como que es ley de vida y cosa verdadera que el hombre por dos cosas trabaja; la primera, / por el sustentamiento, y la segunda era / por tener juntamiento con hembra placentera. En estos menesteres son más honestos los animales que los humanos, pues comen hasta saciar su hambre y sólo se juntan por na- tura. Y que el dinero lo puede todo; él hace a los obispos y a los papas… —Donde hay mucho dinero, hay mucha bendición —dije con guasa y solemnidad. —También he sufrido el rigor de la nieve, la lluvia y la helada. —Le pasa por ignorante, con perdón. Para anticiparse a las inclemencias hay que mirar bien a la naturaleza: las nubes, el viento, el cerco de la luna, el vuelo de los pájaros… cuando el grajo vuela bajo, bueno majo… —Eso no se aprende en una charla… —Hay que mamarlo, y mirar al cielo: amanecer rojo, día pernicioso; los animales se anticipan, si mi perro mordisquea la yerba, va a llover; y si se acerca al fuego, barrunta frío. Y si el grajo vuela bajo… bueno majo. Estamos en marzo y en la sierra, cuando el tiempo varía / siete veces al día. No le veo muy ducho en refranes. —Algunos sé. Usted conocerá más. —Este no lo olvidará nunca. Atienda…: Si la luna tiene cuernos de aguilucho / o llueve poco o llueve mucho / o no llueve nada / y se queda el tiempo como estaba. Juan tarda un par de segundos en entender la broma. —Ha vuelto a tomarme el pelo, serrana. Gracias por sus lecciones; ya veo que es buena cómica y que conoce la tierra que pisa. —Me gusta la comedia juglaresca y me adapto a mi terreno; controlo estos parajes mejor que las calles del pueblo en el que viví treinta años. —¿Y no les tiene miedo a los animales del bosque? —Ni a los de cuatro patas ni a los de dos. Va para dos años y Canelo no ha tenido que defenderme de nadie. Tiene buen olfato; si llegara un bandido, lo mantendría a raya. En esta sierra hay buena gente, personas y animales, ninguna te ataca si tú no le acosas o le tienes miedo, ni siquiera el lobo, que con Canelo no puede; y no les temo a los bravos que aquí lleguen, me guardo más de los mansos que viven en el pueblo y en Segovia, disfrazados con ropajes nobles y cruces en el pecho. A usted no le ladró con rabia, ¿verdad? —No. Me llevo bien con los animales, menos con la mula de Lozoya, que en cuanto empezó la tormenta, me descabalgó de un brinco y caí en un zarzal. —Y decía que sabía montar a la yegua en celo, ¡fanfarrón! —le dije con guasa, mientras serví las sopas. Abrí el portón y eche un chusco al corral, Canelo salió tras él. —Su perro es cariñoso y obediente.
—Canelo es amoroso con los amorosos y fiero con los fieros.
—Dicen que los perros se contagian del alma de sus amos, ¿es usted así? —Puede ser. Canelo es libre, no me esfuerzo en domarlo ni lo ato, respeto su querencia a la libertad; a veces, cuando bajamos a la puebla, se pierde en busca de alguna perra en celo, y no me preocupa. Siempre vuelve, Le quiero así, libre y feliz. Yo soy menos obediente que Canelo, pero leal con las personas cabales. —Así la veo: cariñosa, fiera, libre y leal. Todo en vos es atractivo. —Pare, no me alague con lisonjas huecas, no me sea cuentista.
—No soy zalamero, digo lo que siento, también cuando proclamo que estas sopas están guisadas con amor… saben a gloria. Me complace más oírla, que hablar yo. Dígame, ¿qué hace en esta venta?, ¿acaso huye de alguien? —Huyo de un marido del que no sé si ha muerto; huyo de un clérigo que me perseguía; huyo de una puebla que me oprimía; huyo de esta venta que de noche se me hace grande; huyo de mi fuego y de mi sole- dad… ¡Santo Dios! No sé cómo se me ha desatado así la lengua. —Ha hecho bien, necesitaba desahogarse con alguien en quién ahora confía. ¿Qué sabe de su marido? —Muy poco. Marchó como soldado de fortuna a una campaña contra los moros y no volvió. No sé si soy casada, viuda o repudiada. Pero estoy segura de que no volverá. —¿En estos años sin él, le habrán buscado otros hombres; agraciada es. —Alguno —sonreí más relajada—, pero me sé guardar, también en el pinar. —Huye del cura de esa puebla, ¿tanto la perseguía? —¡Mucho! Nada más llegar a la parroquia se fijó en mí y se empeñó en que fuera su mujer, pero yo no quería repetir el error de casarme con un hombre al que no deseaba, ¡bastante tuve con mi marido! Tampoco entendía que me empujara a cometer aquel pecado de adulterio. De noche, sentía vergüenza solo de pensarlo. Yo puedo disculpar los pecados de otros, pero no los míos; sin embargo, ahora valoro el desenlace como una bendición, pues me permitió respirar aquí, al frente de esta humilde venta. El monte libera. —¿Y huye también de esa puebla? —Un poco. Puebla pequeña, infierno grande. Algunos vecinos no encajaban que fuera diferente, que me echara al monte a cortar leña, como los gabarreros, y que no me encerrara en casa tras la ausencia de mi marido. Desde que estoy en la venta, vuelvo con gusto y sin fecha fija a la puebla, que está a poco más de una legua. Les llevo conejos y truchas a mis familiares; ellos me dan algo de matanza… y mucho cariño. Es muy bueno tener familia. —¿No ha tenido hijos? —Los deseé con toda mi alma —dije compungida—, hubiera dado mi vida por parir un hijo de mis entrañas, y luego verlo crecer sano, como se cría mi sobrino. —¿Y se le hace grande esta venta?
- 1—Sobre todo cuando no pasa nadie y tengo mucho tiempo para pen- sar y muchas noches para soñar despierta. Hasta que vine al Cornejo no hice otra cosa que obedecer, trabajar y sufrir, como las mujeres de la puebla, ésa es nuestra condición. A veces sueño que estoy aquí en busca del amor, y no sé si tengo derecho a soñar con él —noté que de nuevo se me escapaban las palabras. —Deje que la vida fluya, como este río que ahora baja bravo y más abajo remansa. Siga soñando con el amor… los sueños que se desean con fuerza, se cumplen. —Dios le oiga, caminante —¡Dios la escuchará! —dijo con un tono emocionado, que me dejó perpleja. —Yo invoqué a Dios por inercia, usted lo cita como si hablara con Él. —Más o menos… —y se mostró evasivo—. ¿Dijo que huye de su fuego? —Mi fuego es cosa mía, Juan. Se me ha escapado sin querer; en un arrebato inesperado se me ha desatado la lengua —según notaba que el pulso se me aceleraba y comenzaba a tutearle—. Tu mirada me hace decir cosas que no me digo ni a mí misma; sin querer, busco en mis adentros los secretos más escondidos para contártelos, Juan, como si quisiera compartir contigo todo cuanto soy y tengo; te cuento cosas que ni yo sabía que las tenía dentro; ahora, ya sabes cuál es mi fuego. —Lo sé, Mega. También entiendo que huyas de tu soledad… —¡Mi cama es ancha todas las noches, Juan! Esa es la soledad de la que huyo, pero no la llenarían cien amantes y tampoco apagarían mi fuego; y, sin embargo, bastaría una mirada de amor para sofocarlo. Ya lo sa- bes todo de mí, pero son muchas las intrigas que tú me provocas, y me da miedo conocer la verdad. ¿Quién eres? ¿Qué te mueve? ¿Cuál es tu fiebre? ¿Qué te ata y a qué? ¿A quién amas? ¿Cuál es tu menester? ¿Qué te ha traído hasta aquí? ¿Qué buscas en mí con palabras tan bellas? Tu presencia me atrae a ti, y con gusto me dejo llevar; me gusta lo que di- ces y cómo lo cuentas, hablas como los juglares y los poetas. —Soy un poeta enamorado que escribe versos para los juglares. —Y te expresas con la autoridad de un clérigo en el púlpito. —También lo soy. —¡Dios mío! ¡Otra vez no, por el amor de Dios! ¡Otra vez no! —grité—. Se- gún te iba conociendo, una fuerza irrefrenable me llevaba a ti; sin embar- go, también sentía que algo faltaba, que no podía ser todo en ti tan bello. Y ahora me encuentro con que eres un clérigo. ¡Maldición! ¿De dónde? —De Hita, al otro lado de la sierra, más allá de Lozoya. Soy su arcipreste. —¡Válgame el Señor! Y dices estar enamorado… ¿De quién?
—De Nuestra Señora la Virgen, y de Dios nuestro Señor… y también de la pasión de escribir. Nada más bello que contar historias. De comer y de beber, y del amor carnal, se harta uno más temprano que tarde; de escribir y rimar versos no me canso nunca, sobre todo si encuentro las palabras capaces de explicar lo que siento, y que luego toman vida. Rimar versos es mi pasión. —¿Para todo eso escribes? —Y para más. Escribir es mi fiebre y el motor de mi vida. Escribo para entender un poco esta vida tan absurda, más allá de la fe; escribo para dejar huella y así seguir vivo en la memoria de los que lean y canten mis versos… A lo mejor no es ahora, sino después de mucho tiempo. No me importa. También escribo para conocerme y para sentirme feliz; me duele cada verso, como si me lo arrancara de las entrañas. Sufro y gozo, pero siempre gana el placer. A veces pierdo la noción del tiempo. Escribo de noche, pues si lo hago por el día, me olvido de mis obligaciones y acudo tarde a mis oficios. —¡Qué hermoso, Juan! Mi padrino me enseñó a leer y a escribir. Al- guna vez pasaron por la puebla juglares que cantaban romances y can- ciones bellas. Si tengo un hijo, será lo primero que le enseñaré. ¿Tú escribes esos libros en latín que hay en las iglesias?
— No —más sereno—. Yo escribo en la lengua romance de Castilla, cuento lo que veo, y deseo que mis versos lleguen a ser cantados por los juglares, de pueblo en pueblo, dando alegría a los cuerpos y vigor a las almas. Quiero que mi libro sea como una ventana por la que entre la luz; yo no rimo versos para que se guarden en las sacristías, sino para que algún día los leáis tú y tu hijo. —Tu visión de la vida no es como lo que cuentan otros curas en el púlpito, cuando predican que debemos penar en la tierra si queremos alcanzar el cielo. Creo que me hablas con la verdad, pero no compren- do que puedas ser clérigo y también juglar, que cuides de las almas de tu parroquia y también le cantes al amor carnal; que reces a la Virgen y luego busques encuentros carnales en el camino. —Así es, Menga, he leído y he viajado, he adquirido conocimientos y, con ellos, el derecho a dudar. Amo a Dios y a los hombres, que en el fondo creo que es lo mismo. A mayores conocimientos, mayores dudas. Cuantos más libros leo en mi parroquia, más me empujan sus lecturas a buscar respues- tas en la vida profana; cuando más camino, más me crece la necesidad de escribir; cuanto más rezo a la Virgen, más me dejo atraer por los placeres que hay afuera, en las ciudades y las ventas de la sierra. Doy lo que tengo. A nadie hago mal escribiendo mis emociones. Creo que hago bien dando amor. El buen amor entre las personas es un don de Dios y no un pecado. También lo es el amor que puede haber entre un hombre y una mujer. —Lo que dices me hace pensar que tú también huyes, Juan. —Todos huimos, yo también. Mi viaje por la sierra no sólo es de bús- queda, también es de huida. Huyo de mí mismo, sin saber lo que busco. —¿Buscas acaso a una mujer? —Busco el amor, el buen amor. Allí donde esté. Puede ser que esté aquí… con él sueño, igual que tú. —¿No lo conoces? —le pregunté intrigada—.Todo en ti me hace pensar que has poseído a muchas mujeres, ¿o acaso no es ese el amor del que hablas? —No lo es; he conocido damas hermosas, a todas aprecié y respeté, nunca enturbié las fuentes en que sacié mi sed; como ser humano que soy, y por lo tanto pecador, me he rendido ante el placer, pero no he conocido el amor del que habla Salomón: Mi amado pasó la mano / por la abertura de la puerta, / y se estremecieron mis entrañas; Amas, y dejas que salga lo que sientes en tu corazón, afirma Ovidio en El arte de amar —entonces me rendí, embelesada. —¡Qué hermoso! Ese es el mismo amor con el que he soñado toda mi vida. Ahora sé que le tengo ante mis ojos y que ya no puedo ni quiero volverme atrás; tampoco me importa ya que seas un clérigo o un juglar, un santo o un pecador… Yo dormía, pero mi corazón velaba; eres tú a quien estaba esperando; ahora sé que tú eres tan mío, como yo tuya. Lo supe cuando te vi y lo confirmo ahora. ¡Cuántas noches te busqué en mi lecho hasta que se abría el día… y ahora está aquí, delante de mí, tan cerca que puedo tocarte! —me levanté y extendí los brazos hacia él, invitándole a que los agarrara.—He corrido caminos en busca de este amor; aunque no le hallaba, sabía que existía, pero nunca perdí la esperanza. ¡Cuántas noches te busqué, Menga !
—Tus ojos me dicen que sientes lo mismo. Mírame, por favor, en tus ojos veo todo lo que soy y antes ignoraba; bésame con la mirada para saber que no estoy soñando —nos miramos a los ojos, sin decir palabra, volqué en un barreño el agua que había calentado al fuego y le pedí a mi amado que se metiera dentro. Juan se desnudó sin pudor. Le lavé el pecho y la espalda con un paño y, una vez fuera, le sequé con una sábana blanca y le cubrí con un manto. —Y ahora que ya sabes quién soy, debe decidir si deseas vivir esta pasión, que ya es un fuego. Por nada del mundo quisiera hacerte ningún daño, Menga. —Lo deseo; son mi corazón y mi cabeza quienes deciden; no tengo miedo y sé que nunca me harás daño; por primera vez soy yo quien decide sobre este acto de amor tan sublime: te amo, Juan, y me entrego a ti; ámame tú, dueño mío; soy tuya sin límites, esta noche y siempre. —Ahora entiendo a Salomón: Toda en ti eres hermosa, / en ti no hay mancha. —También yo, cuando he sentido la caricia de tu mano y se han abier- to mis entrañas: Ven mi amado a tu huerto y come de su dulce fruta. —Deja que te bese, Menga, llevo esperado este beso toda mi vida. —¡Juan! ¡Juan! ¡Juan! Decir tu nombre en alto me estremece, escuchar el eco de mi voz me llena de paz, sé que estoy despierta y que no eres un sueño; ven y sacia tu sed en mi boca… y en todas las fuentes de mi cuerpo. —He pasado toda la vida buscándote, Menga, por eso caminaba errante. —Y yo esperándote, mi bien. Toma todo de mí, pero no un poco, ¡toda! —dejé caer mi saya y quedé también desnuda, sin sentir vergüenza alguna. Abrí los brazos en aspas, ofreciéndome, con los ojos cerrados, y nos abrazamos. —Ahora entiendo el fuego del que huías; no huyas de él nunca más. —Cambio todo mi triste pasado por esta noche de amor, que para mí es eterna. Gracias por haber llegado a mi vida, Juan. Ahora ya no quiero hablar, ahora quiero tenerte y que tú me tengas. Abrázame de nuevo, pero fuerte, más fuerte. —No quiero hacerte daño. —Más fuerte, Juan; sin freno y sin límites. Otra vez más, más y más fuerte. ¡Mátame, por favor! Me duele hasta el alma de tanto de placer, me duele el corazón de amarte tanto. ¡Qué placer! ¡Así, Juan! ¡Gracias! Deja que respire. —¿Y qué vamos hacer ahora, amor mío? —los dos respiramos hondo. —Ser felices, al menos yo; ahora sé que ya no tendré necesidad de huir de nada ni de nadie. Tú seguirás tu camino mañana y volverás a tu parroquia. Yo soy una laguna mansa en esta sierra, tú eres un río de agua fresca… —Juan me cortó de golpe. —Si yo soy un río, lo único que deseo es poder desembocar en ti. —No Juan, tú eres un río que ha remansado su cauce hoy en el Cornejo, pero has de seguir tu curso hasta Hita, incluso puede que llegues mucho más lejos. —No puedo dejarte aquí, desamparada. —Temes en vano, no siento ningún desamparo. Esta venta siempre rebosará amor para mí; bajaré cada semana a la puebla de El Espinar para reconfortar a mi madre, ver crecer a mi sobrino y alegrar la vejez de mi padrino. Le diré que te he conocido, no puedo encerrarlo en mi pecho, necesito compartir esta dicha con alguien que me entienda; mi padrino sabrá, le gustará saberlo, y yo que él lo sepa. Me quiere feliz. Tú lo tienes más fácil, Juan, puedes contarlo en versos muy bellos, que algún día cantarán los trovadores. —¿Y cuando te extrañe y me muera de dolor? —casi daba lástima al decirlo. —Cuando te duela mi ausencia, piensa en esta noche de buen amor y vuelve a recrearla, cuantas veces lo necesites. Yo haré lo mismo aquí, y seré feliz. —Ven conmigo, te lo ruego, serás una señora en Hita, serás mi dueña… —No Juan, el amor no quiere dueños. Ir contigo sería un error y un calvario, sobre todo para ti, y te quiero feliz. Un amor como el nuestro es tan grande que no se puede ocultar. La gente envidia la felicidad de los enamorados. —Mi Iglesia puede protegernos, sus muros son muy anchos. —No seas ingenuo. Yo no quiero vivir escondida dentro de un templo. Además, tu Iglesia ya está cerrando su manga ancha sobre los matrimonios de sus sacerdotes, está cansada de que muchos de sus dineros se le escapen por ahí. Tú tienes tu cargo y la pasión de escribir versos, y también la posibilidad de yacer con alguna mujer de forma discreta, cuando te plazca. Hazlo con libertad, no me ofenderás ni me ofenderé, no sentiré celos por esos encuentros que sin duda tendrás, pues sé que en cada una de esas mujeres me verás a mí. Quiero tu felicidad. —Yo, que juego con las palabras en mis versos, compruebo que las tuyas me dejan mudo, sin poder replicar lo que me dices por la boca, y desde tu corazón. —Ni yo misma sé lo que estoy hablando, mi bien, nunca pensé que tuviera todas estas palabras guardadas. Me has cambiado. —Tampoco yo soy el mismo… ¿Y si vuelvo un día? —me dijo entusiasmado. —Si vuelves algún día, te estaré esperando —contesté alegre—. Todos los días y todas las noches. Aquí estaré, muy feliz. La felicidad no es sólo el goce del placer, también está en las privaciones, si no se puede tener todo lo que se desea. —¿Aquí seguirás? —me preguntó resignado. —Sí, y tú estarás conmigo. Te veré en cada persona que pase por el camino, en cada hachazo que dé al cortar una rama de pino, en cada ave que cante alrededor de esta venta, en los ojos de bondad de mi padrino y en la risa de mi sobrino; desde hoy, yo también soy otra mujer; aquí seguiré, ganándome el sustento como la ventera del Cornejo, guisando con amor sopas que me sabrás a ti, mi bien, reviviendo cada día la felicidad de haberte conocido, y contigo el amor. Este amor es tan bueno y profundo que irá dentro de nosotros de por vida, a flor de piel; bastará con hacernos una simple caricia para volver a revivirlo.
—Descansa, mi bien, duerme y descansa —nos acostamos en el lecho, bajo una manta, al calor del fuego. Juan se despertó con la primera luz del día, me buscó con su mano derecha y se sobresaltó al no encontrarme; yo le miraba y, al verme, se levantó enseguida. —¿Has cambiado de opinión y vienes conmigo? Huyamos juntos -—dijo entusiasmado. —No somos bandidos que huyen. Tú me has traído la paz; no rompas la magia de esta despedida, que no lo es. Me quedo en el Cornejo; he pasado la noche velando tu sueño y observando tu cara, tus manos, los pliegues de tu cuerpo… que se han quedado grabados en mi memoria, a piedra y fuego. Tendré toda la vida para soñar contigo, ¡toda una vida!; he aprovechado estas horas para verte y olerte. Nunca olvidaré tus rasgos… y tu olor ya lo llevo dentro para siempre. Ahí tienes leche caliente; he tostado rebanadas de pan y he puesto agua al fuego para que te laves con gusto; en el zurrón te he metido merienda suficiente, hasta que llegues a Hita, también he guardado unas monedas dentro de tu bolsa para que no sufras más quebrantos en el camino. Afuera tienes mi yegua preparada. Es tuya. Te obedecerá, es muy mansa. Resignado, Juan emprendió la marcha y le vi marchar. Cuando ya no podía escucharme, clamé para mí, a media voz: Adiós, amor mío, mi hijo y yo te estaremos esperando, porque desde esta noche sé que estoy encinta. No sé cómo, pero estoy segura de ello. Juan, Juan, Juan… Contigo he conocido el amor, el buen amor, y con él mi libertad.