El Espinar, de cerca y con sentimiento.
A comienzo de los años 60 del siglo XX, en los bajos del kiosco de La Corredera de El Espinar, el Ayuntamiento instaló un tocadiscos con el fin de que todas las tardes del verano hubiera un baile para que los jóvenes de la colonia veraniega (y los del pueblo) pudieran estar entretenidos. Estos saraos eran conocidos popularmente como los bailes del picú, al castellanizar el término inglés pickud con el que se conocían aquellos primeros giradiscos. Bien.
La verdad es que las primeras canciones que sonaron no encajaban mucho con los ritmos musicales que comenzaban a gustar a los jóvenes. Cuentan que Adolfo Trueba, alias el Pibe, se presentó en el Ayuntamiento y le planteó al alcalde la necesidad de actualizar la discoteca del kiosco. Seguramente se explicó con cierta autoridad, pues era un tipo muy resuelto, que ejercía un liderazgo natural cimentado por bailar con cierta soltura, ser el veraneante que mejor jugaba al fútbol y uno de los primeros en el frontón a raqueta; el caso es que, al rato, el Pibe salió del Ayuntamiento con mil duros en el bolsillo (30 euros) y el compromiso de invertirlos bien. Y acertó, pues con ellos compró en Madrid un montón de EPs (discos de vinilo con cuatro canciones): Elvis Presley, los Llopis, los Ten Tops, el Dúo Dinámico, Paul Anka…
Lo que siguió después es algo que los más mayores recordamos con agrado y los más jóvenes conocen por referencias; pues eso, que cada tarde La Corredera se llenaba de gente, principalmente joven, y que se formaban corros y filas interminables de chicas y chicos bailando canciones como Lest’s Twist Again, Locomotions, Pototitos o El Rock de la cárcel, imitando los pasos y las contorsiones del Pibe y el Fofo, que eran vanguardia en eso de bailar el twist y el rocanrol.
En cuanto a las baladas, intentaré resumir su liturgia: las chicas comenzaban a bailar la canción agarradas, chica con chica, y los chicos, también en pareja, nos dirigíamos hacia ellas procurando colocarnos cada uno delante de la que más nos gustaba; al vernos llegar, ellas frenaban el ritmo de sus pasos de baile y nosotros preguntábamos: ¿Bailáis? Si la respuesta era afirmativa, comenzaba el cortejo, pues el baile agarrado podía ser entonces como un prólogo sencillo e inocente de cortejo amoroso. Entonces colocábamos las dos manos en la cintura de la chica, como en la canción de Adamo; después, pretender superar la técnica de defensa de los codos era misión imposible. Las chicas de aquella generación no eran excesivamente mojigatas, lo que pasaba es que sabían que sus hermanos mayores o sus propios padres podían estar observándonos desde cualquier rincón de la plaza; o sea, que bailar arrimados en el picú no era pecado, era milagro.
Aparte del baile y la música, los pocos que manejaban algo de dinero solían tomar un chato de limonada o de sidra en los bares, por ejemplo en Casa Gabino o en la taberna de Las Parlillas, a 60 céntimos (de peseta, no de euro), también estaban los porrones compartidos de vino dulce de Cebreros. De la venta de pipas se encargaba la señora Marina, la de los caramelos, en una casita baja que estaba en lo que ahora es el bar de Las 3 Jotas.
Otro personaje protagonista de esta historia era Severiano, el chico del cine, que llegaba todas las tardes al baile para repartir las car- teleras de mano de la película que al día siguiente se encargaría de proyectar Ricardo, en el cine de Austresigildo.
En los veranos sucesivos, la discoteca del picú se fue engrosando con discos de los Beatles, los Rollings, los Brincos, los Bravos… Los chicos comenzamos a dejarnos el pelo largo y a llevar pantalones vaqueros, como los cantantes de las portadas, y también a imitar las maneras de Marlon Brando o de James Dean en sus pelis y, sobre todo, la estética de West Side Story.
Aquellas canciones olían apasionadamente a libertad, a libertad por descubrir, lo mismo que buena parte de las películas.
Esta pequeña crónica es un homenaje a los bailes del picú, por parte de los que ya hemos cumplido sesenta años o más. En ellos aprendimos a bailar y a ligar, y a tomar una necesaria actitud de rebeldía ante la vida, para cambiarla a mejor, entre los compases del King Creole, La Bamba y She loves you “ye, ye”. Y que nos quiten lo bailao.
También es un agradecimiento obligado y entrañable a Adolfo Trueba, el Pibe. Hace unos días, me enteré de su fallecimiento por un comentario de Luis Bittini en Facebook, donde lo definía como “su ídolo”. Sin duda lo fue, porque en aquella década prodigiosa, todas las chicas del verano estaban enamoradas del Pibe, igual que todos los chicos de Marisol Grande, a la que también hacíamos corro cuando bailaba el twist.
En cuanto a los mil duros que el Pibe pilló en el Ayuntamiento y luego invirtió en música, me atrevo a decir que jamás cinco mil pesetas han dado tanto de sí en este pueblo.
Gracias, Pibe, te debemos mucho.
años magicos…los 60 años que nunca olvidaremos…
gracias por recordarnos todo.
..
Efectivamente fue una época increíble de amistad juegos amores y como dices los bailes de la corredera todas las tardes después de llegar del parque donde nos reunimos las pandillas de amigos.TENGO NOSTALGIA DE ESA ÉPOCA ROMANTICA Y BUENA
Que bien descrito todo. Fiel reflejo de aquella década. Inolvidable
Yo aprendí las dos B. A Bailar y a Beber porque tampoco podemos olvidar los medios de Sermari. Una época maravillosa.
Yo era de la pandilla de más pequeño, pero por tener a mis hermanas y hermano mayores que yo, recuerdo que también que cada uno aportaba su discos propios, y si, siempre he recordado los bailes del picú y nuestros comienzos con los bailes con chicas, que salió algún matrimonio en mi pandilla….GRACIAS POR REMOVER ESTOS MARAVILLOSOS RECUERDOS.
Me comentan que de los primeros pinchadiscos estaba y lo hacía muy bien Luis Mendiola alias «el Indio»
Luis «el Indio». Vivión en El Espinar durante varios años de forma continua, incluso en invierno, con la misma plante y estética de su juventud, pero hace tiempo que no le veo. La verdad es que ahora no conozco a la mitad de las personas que viven en el pueblo
Msgnifico Juan Andrés. Gracias. Simplemente por recordar entre los pinchadiscos a mi cuñado Ignacio Moya.
En efecto, tu cuñado Ignacio Moya, mi vecino de la plazuela del Caño del Cura, varios años más mayores que yo, fue uno de los primeros pinchadiscos del quiosco de La Corredera, cierto; además, era también quien mejor jugaba al tenis y muy bueno en el frontón. Fue otro referente de aquellos maravillosos veranos, más serio que el Pibe, si cabe, pues era un brillante estudiante de Medicina, como su padre, de los que aprobaban siempre su curso en junio y salía alguna vez reseñado en los periódicos de Madrid. Tú sigues viviendo medio año en en el pueblo, y se agradece. Ignacio viene poco, y se lamenta.